¿A que os suenan frases como: “Ya les dices, ya pero a la hora de la verdad…” o “ya consigues que te hagan caso… ¡dos días y a base de gritos y malas caras!…»? . 

Es complicado esto de poner normas, entre otras cosas, porque conlleva un sobre-esfuerzo, un añadido a los trabajos y obligaciones diarias. Poner límites en educación implica un montón de tareas, porque no se trata de ponerlos a bote pronto, improvisando, a golpe de intuición. Y tampoco debieran servir para descargar la furia o la frustración en un momento en que la situación nos desborda, ahí, como para reafirmar una autoridad que sentimos frágil.

Las normas son útiles para poder vivir en sociedad, no olvidemos que funcionamos en manada, en tribu, que necesitamos al grupo, que somos interdependientes, o sea, que necesitamos unas personas de otras. Así hemos llegado hasta aquí,  a colonizar el planeta siendo una de las especies más frágiles, si no la más frágil.  Por mucho que el sistema económico-político (neo-liberalismo), insista hasta la náusea en la doctrina del individualismo, del poder personal, debilitando los lazos y los vínculos con la comunidad. Necesitamos apoyarnos, nutrirnos, pensar en grupo, recibir feed-back de otras personas, intercambiar conocimientos y saberes, compartir aprendizajes… O sea, relacionarnos. Las normas son la extensión social de los límites naturales individuales: «esto me molesta, no me gusta, no lo tolero, me daña». Esta es mi muga, mi frontera. Así es que el grupo conviene una serie de límites que serían las reglas que determinan las relaciones humanas. En cada contexto cultural las normas son diferentes, como pasa en realidad con cada grupo humano. Necesitamos conocer estas normas para relacionarnos en cada contexto.

Las normas se pueden cambiar, de hecho cambian adecuándose a realidades y a necesidades sociales diferentes. Las normas se pueden también transgredir, ningunear, desafiar,  si nos constriñen, nos encorsetan, nos «castran» o nos violentan, si atentan contra nuestra naturaleza o contra nuestra dignidad… Toda transgresión es en mayor o menor medida castigada, atendiendo a los distintos códigos sociales, penalizará con la burla, el aislamiento, la marginación o el ostracismo; supone “quedarse fuera”, romper con las redes sociales, con el grupo que nos sirve de referencia; porque las sociedades difícilmente toleran lo diferente. 

En cualquier caso, tanto si nos acomodamos a ellas, como si las sometemos a análisis y a crítica, modificándolas  o transgrediéndolas, necesitamos conocerlas. Al educar con límites permitimos que nuestras hijas e hijos conozcan la realidad del grupo en el que en principio, van a desarrollar su vida.  Les acerca lo que denominamos el “principio de realidad”, una realidad que rige el funcionamiento social humano y que permite establecer unos mínimos sobre los que regular nuestras complejas interacciones. Todos los sistemas relacionales tienen normas.

¿Habéis tratado, por ejemplo, de “inventar” un juego en el que no rija ninguna norma?, ¿quién podría definir en qué consiste?, ¿qué define su inicio y qué su final?, ¿qué define las interrelaciones de los jugadores?, ¿lo que vale y lo que no vale? Una vez lo intenté. Lo propuse así a un grupo de jóvenes con los que trabajaba y que continuamente desafiaban los límites, las pocas pero sólidas normas que regulaban la vida del grupo. Primero fue la definición de la tarea: «tenéis 2 horas por delante para hacer, como grupo, lo que queráis. La única norma es que no haya ninguna norma»;  después el alborozo general, la propuesta de ideas (algunas de lo más peregrinas, por cierto), el descarte, la siguiente propuesta, la votación, la puesta en marcha de la misma… a cada momento el grupo se fue regulando, porque aparecían necesidades a las que había que dar espacios: necesitaban escucharse para entenderse, espacios personales para exponer sus ideas, para debatir las propuestas… Y fueron apareciendo normas, algunas explícitas, claramente expresadas y consensuadas. Incluso cuando creían que no había normas, las había.

Hago aquí un paréntesis para explicar que todos los sistemas de relación tienen sus normas implícitas y explícitas. La explícitas son las que se consensúan o se imponen. Quién hace qué, cómo se organiza el reparto de tareas y de responsabilidades, cómo se tratan entre sí los miembros, obligaciones, horarios a cumplir… Las implícitas vienen determinadas por un sistema de relación muy complejo, no se expresan abiertamente, se definen como «costumbres», estilos, roles que definen lo que se espera de cada miembro, según su edad, según su sexo, dependiendo del lugar que ocupa y el sentido que tiene dentro de ese grupo (en la familia por ejemplo, no se recibe igual al 1er hijo que al último),  cómo se viven y se abordan las situaciones de conflicto, qué temas constituyen un tabú del que no está permitido hablar (porque va a dañar a quien no lo tiene resuelto o porque constituye el detonante de un conflicto sin resolver…).  No hacer las reglas explícitas, no nombrarlas, no quiere decir que no existan, sino únicamente que no se puede hablar de ellas. Conocerlas depende de lo que sabemos que se puede hacer, decir…o no en este grupo. Es difícil modificarlas (como es difícil romper con los roles establecidos) ya que no se debate lo que “no existe”, aquello de lo que no se habla.

Volviendo al experimento del grupo. Cuando estábamos finalizando la sesión expusieron el resultado de su trabajo: un rap. Creativo, ingenioso, divertido. Llenaron el aula de música. Diseñaron sus propios instrumentos a partir de lo que tenían a mano, crearon el ritmo y la letra, y la cantaron. Y para todo ello se apoyaron en normas. Así lo concluimos al analizar qué les había ayudado a hacer aquella preciosidad. Se organizaron.

rapero

un derroche de creatividad

Y esta experiencia nos da a madres, padres y educadoras y educadores una importante lección. ¿Podemos-sabemos dar el espacio y las herramientas para que nuestras niñas y niños sean copartícipes, activos, en la creación de las reglas (de algunas reglas) que  definan parte de las relaciones en nuestro grupo familiar?. En el reparto de tareas, por ejemplo, en  lo que va a valer y no va a valer en nuestro trato diario….  Si nos damos la oportunidad de probar este experimento, veremos que nos pone en la tesitura de tener que escuchar, de hacer un gran ejercicio de empatía, porque si declaro que algo no vale he de explicar al grupo por qué, es decir, por qué no me gusta, cómo me hace sentir o qué es lo que encuentro injusto en ello.

El protagonismo en el establecimiento de estas normas reguladoras de la vida del grupo implica un plus de responsabilidadSabotear las normas sin plantear alternativas no es un modelo sano, no permite a nuestras hijas e hijos explorar o conquistar nuevos y apasionantes territorios personales. Cuando propongo normas he de justificarlas como un bien no sólo para mí, sino para el resto del grupo. En el corto, medio o largo plazo ha de tener algún beneficio para el resto, alguna ventaja de cualquier tipo: una mejora en la calidad de las relaciones y por tanto en el ambiente familiar, un reparto más justo y equitativo (y ético) de los trabajos y responsabilidades, etc.  Tanto si un miembro propone (y convence) como si aprueba la propuesta de otro, le toca ser consecuente con ello, comprometerse, cumplir su parte y exigir al resto que cumpla lo propio. El estilo democrático, asertivo, esta abierto a pactar, a modificar las normaspropicia el debate y el diálogo, herramientas útiles para afrontar cualquier conflicto de tipo social. Es un estilo constructivo. Un aprendizaje en autonomía, en tolerancia, en escucha activa, en empatía, en respeto, en justicia… ¿No sería bueno que los grupos humanos se basaran en esto?

Hay otro motivo por el que es importante educar con límites. En igual medida que organiza las interacciones de los miembros sociales, es también un importante organizador interno. Los límites estructuran la personalidad, organiza, ordena, establece prioridades, permite planificar, llevar a cabo decisiones de forma analítica. Los límites están en nuestra naturaleza, no logramos todo lo que queremos (mal que le pese a la publicidad), somos vulnerables, finitos, a veces no podemos, a menudo no podemos. Los límites nos confrontan con nuestra idiosincrasia. A veces no conseguimos lo que deseamos o necesitamos, otras veces sí, con esfuerzo, trabajo, paciencia, colaboración… en acciones analizadas, medidas, planificadas… Gestionar la vida es confrontar continuamente nuestros propios límites, tratando de ir siempre un poco más allá.

Los límites indican dónde termino yo y empiezan las demás personas. También dónde empiezo y termino yo misma. Nos desarrollamos en un útero, espacio limitado por excelencia. A partir de ahí vamos contactando y desafiando los propios límites de una membrana a la que obligamos a ceder y a crecer con nosotras.

El útero es un lugar privilegiad

El útero es un lugar privilegiad

Tras el nacimiento vamos ensanchando nuestros propios límites poco a poco. Al principio buscamos los reconfortantes brazos que nos sostienen y nos contienen y nos envuelven al mismo tiempo. La búsqueda de contacto no es otra cosa que la búsqueda de los límites, que suponen la única experiencia que conocemos.

El abrazo contiene

El abrazo contiene

Luego comenzamos a gatear. Cada desplazamiento abarca un espacio finito, limitado, entorno a la figura de apego, referencia y seguridad. Conforme evolucionamos física y mentalmente vamos ganando espacios, poco a poco, es tan desafiante esta conquista que miramos hacia atrás en cada avance, buscando la mirada, buscando la aprobación «¿puedo o no puedo?, ¿cuán de peligroso es esto que estoy haciendo?, ¿puedo fiarme de ti? ¿vas a estar vigilante si algo va mal?» (La construcción del apego y su significación para la vida adulta es tan apasionante que merece un post aparte).  Los límites definen, desde el principio,  mis relaciones con el mundo, pero también conmigo misma, en términos de aceptación o de desafío. Los límites sirven de guía, de modelo, marcan unas pautas que pueden cuestionarse y, en todo caso, si así lo decido, servir de apoyo para construir un modelo diferente.

Educar bien con normas supone conocer en profundidad a nuestra hija e hijo, su personalidad, su sensibilidad, su capacidad de auto-control y autogestión, su grado de responsabilidad, es decir, de hacerse cargo de lo suyo también en la forma en que sus conductas afectan a otras personas.  Es necesario también observar en qué momento personal y evolutivo se encuentra: con mayor o menor apoyo de sus iguales, con una autoestima más o menos sólida…  atendiendo también al momento familiar, si existen motivos para un estrés añadido (situación de desempleo, cargas económicas, momento difícil en la pareja…). Osea, observar la huella que va dejándonos la vida misma. Es importante hacerlo. Porque las normas han de ser para vivir mejor. Podemos ser más o menos flexibles con el incumplimiento de un límite si sabemos cuál es el proceso o la necesidad que ha llevado a esa persona a transgredirlo. Nos puede dar pistas acerca de si está bien puesto o no ese limite, si ya no esta adaptado a las nuevas exigencias de este momento evolutivo, o si simplemente no es justo. Incluso si consideramos que es adecuado, podemos sancionar su incumplimiento de forma diferente atendiendo a la situación vital de esa persona.

Porque sobre los incumplimientos se habla, de todo esto y de más: «¿qué ha pasado?, ¿desde cuándo vale hacer esto?, ¿por qué crees que lo has hecho?, ¿ha resuelto tu conflicto eso que has hecho?, ¿Cómo afecta al resto de las personas que convivimos contigo?, ¿cómo te sientes ahora?, ¿como se sienten las demás personas?, ¿cuál es el ambiente en casa después de esto?, ¿de qué otra forma crees que podrías haberlo hecho?, ¿puedo yo ayudarte?, ¿cómo?, ¿qué le pedirías a X?, ¿qué estás dispuesto a hacer para reparar esto?…» Se habla.

Conocernos y buscar espacios de complicidad.

Conocernos y buscar espacios de complicidad.

Y a veces se sancionan. No sólo se sancionan, porque el castigo no educa, pero también se sancionan. Porque la  vida sanciona continuamente. Cuando comes algo que no debes (es decir, sobrepasas tu propio límite) y al momento te encuentras tan pesada que te impide hacer algo que desearías. O cuando por llegar tarde a un plazo de inscripción te quedas fuera de un grupo del que hubieras querido formar parte. ¿Ves como la vida sanciona?

También se puede negociar la sanción. «¿Que va a pasar si no cumples tu compromiso?, ¿Qué va  a pasar si no cumplo yo el mío? No va a hacer falta, lo sabemos… pero si se da el caso, ¿qué va a pasar?». Si llegas fuera de la hora, si insultas, si no cumples con tus tareas en casa, si te descuidas… ¿qué va a pasar? Porque el incumplimiento (no digo la transgresión que para mí tiene un significado de cuestionamiento, de crítica constructiva, de sana rebelión) necesita reparación. Si rompo una puerta la reparo, si daño la confianza de una persona, la reparo también.  No está de moda, lo sé, pero se repara. La reparación es el principio de todo, de la confianza, de la buena fe, del «valgo para ti», del «me merezco algo mejor», del «lo siento, puedo hacerlo mejor».  Pagar las «deudas» nos alivia, y nos permite experimentar la sensación de crear en lugar de destruir, de cuidar en lugar de dañar. ¿Podemos hablar de sanciones reparadoras?, es decir, que no respondan al deseo de venganza, o al descontrol propio del enfado, sino que propongan arreglar, remendar, desagraviar, subsanar el error, la avería?

La firmeza es otro de los ingredientes fundamentales en la educación. No olvidar que los límites sólo existen en la medida que se cumplen, es decir, en la medida en que su incumplimiento acarrea una consecuencia.  Si digo que va a pasar algo y luego no cumplo, ¿cómo conoceremos si somos de fiar?¿cómo sabrás que puedes apoyarte en  mí cuando tengas dificultades? Cuando no mantenemos la palabra, les fallamos.

Importante también formar un frente educativo unido, que no quiere decir con un único criterio, la utilidad de trabajar en equipo nace de la diversidad, de los múltiples y enriquecedores puntos de vista. Estar unidos significa darse apoyo, confiar en el estilo de la pareja educativa, en su mirada, en su forma de hacer, tratar de encontrar puntos comunes, acuerdos, tomarnos en consideración, descansarnos en la/el otra/o, encontrar puntos intermedios y si no los encontramos, relevarnos, «ahora a tu manera, en otro momento será a la mía». Un equipo con autoridad moral suficiente, que nace de la coherencia de quien no pide lo que no hace y de quien hace lo que pide. Lo que no vale para mí, no vale para ti y viceversa. Es ahí donde conviene volcar las energías, en tratar de llegar a acuerdos que involucren a las dos partes educadoras; padre y madre, o a las dos figuras que ejerzan como figuras parentales. Entrar en pelea o en contradicción sólo proporciona confusión y problemas de lealtad en las y los menores, que en lugar de estructurar la personalidad añade caos y desconcierto. Y desconfianza, una enorme desconfianza en el mundo.  

Un camino apasionante si lo hacemos juntos.

Un camino apasionante si lo hacemos juntos.

 

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